Para Alejandro Aura..
Despedida.
Mmmmm, no lo creo, no lo veo así, ni lo siento así, no es así.
No puedes despedirte de nadie, de nada, por que no te vas, por que nada ni nadie se va.
Nos transformamos solamente, como lo hacen todas las cosas; la luz, por ejemplo, que se vuelve el verde hermoso de la hoja o el cielo azul que cada noche al ennegrecer, se anega de millones de estrellas y cada mañana se viste de los hermosísimos tonos entre bermellón y malva del amanecer, que ni el mas sofisticado pantone o el mas excelso ojo de artista alguno podría fielmente reproducir. Así pues pasa con los hombres, las mujeres o los niños, estamos siempre, de diversas formas, pero siempre., En la cama durmiendo, en la agenda telefónica, en la foto que habita en la cartera, en algún libro, en el abrigo que cuelga del perchero o en la pipa de oscura madera que reposa sobre la mesa dentro del cenicero junto a la vieja pluma de desgastado oropel en la que también estamos, como en la regadera o en el desayunador o en el periódico de ayer en el que anotamos entre las noticias, nombres y teléfonos, versos y otras cosas. Estamos en la panadería, en el aroma del café y en las pantuflas que flanquean la cama, en los amigos y los hijos, en el espejo, por que cuando los otros, los demás –que por cierto nunca son lo de menos- se miran cada mañana, no solo ven sus propios rostros o sus ojos, si no que también nos ven, porque estamos ahí con ellos, en cada arruga, en las ojeras, en la barba medio crecida, en la sonrisa, porque detrás de su propia imagen viven otras, las de los otros, que están ahí como en todo, como siempre; como en la leche caliente o en el armario, el viejo sillón, la mecedora, el librero; entonces ¿cuál despedida? si ahí están los que se han ido, muy lejos de marcharse, solo se han transformado, su presencia se aprecia de otro modo; no hay unos ojos fisgones, ni una voz que nos enuncie, ni el calorcillo de su cuerpo, pegado al de uno en la cama, no hay quien ronque o se despierte a media noche, sediento o asustado, pero están los cojines de la cama, que huelen como su cabeza, su lugar, ni tan vacío, por que lo ocupa esa esencia, como en la mesa, como en la sala, como en los recuerdos, que guardamos no solo en nuestra mente sino en el alma y en el corazón.
Despedida.
Mmmmm, no lo creo, no lo veo así, ni lo siento así, no es así.
No puedes despedirte de nadie, de nada, por que no te vas, por que nada ni nadie se va.
Nos transformamos solamente, como lo hacen todas las cosas; la luz, por ejemplo, que se vuelve el verde hermoso de la hoja o el cielo azul que cada noche al ennegrecer, se anega de millones de estrellas y cada mañana se viste de los hermosísimos tonos entre bermellón y malva del amanecer, que ni el mas sofisticado pantone o el mas excelso ojo de artista alguno podría fielmente reproducir. Así pues pasa con los hombres, las mujeres o los niños, estamos siempre, de diversas formas, pero siempre., En la cama durmiendo, en la agenda telefónica, en la foto que habita en la cartera, en algún libro, en el abrigo que cuelga del perchero o en la pipa de oscura madera que reposa sobre la mesa dentro del cenicero junto a la vieja pluma de desgastado oropel en la que también estamos, como en la regadera o en el desayunador o en el periódico de ayer en el que anotamos entre las noticias, nombres y teléfonos, versos y otras cosas. Estamos en la panadería, en el aroma del café y en las pantuflas que flanquean la cama, en los amigos y los hijos, en el espejo, por que cuando los otros, los demás –que por cierto nunca son lo de menos- se miran cada mañana, no solo ven sus propios rostros o sus ojos, si no que también nos ven, porque estamos ahí con ellos, en cada arruga, en las ojeras, en la barba medio crecida, en la sonrisa, porque detrás de su propia imagen viven otras, las de los otros, que están ahí como en todo, como siempre; como en la leche caliente o en el armario, el viejo sillón, la mecedora, el librero; entonces ¿cuál despedida? si ahí están los que se han ido, muy lejos de marcharse, solo se han transformado, su presencia se aprecia de otro modo; no hay unos ojos fisgones, ni una voz que nos enuncie, ni el calorcillo de su cuerpo, pegado al de uno en la cama, no hay quien ronque o se despierte a media noche, sediento o asustado, pero están los cojines de la cama, que huelen como su cabeza, su lugar, ni tan vacío, por que lo ocupa esa esencia, como en la mesa, como en la sala, como en los recuerdos, que guardamos no solo en nuestra mente sino en el alma y en el corazón.
Como bien dice Alejandro Aura, en su carta de despedida, todo se queda igual, o casi todo; al menos lo que no pudimos discernir, lo inexplicable, el cielo, las estrellas, el núcleo del átomo, el corazón de las mujeres; en fin, todas esas cosas que nadie ha podido explicar satisfactoriamente.
Yo creo que ninguna explicación posible, satisface en su totalidad a quienes por naturaleza (humanos al fin y al cabo) pasamos la vida planteándonos un infinito de interrogantes.
Todo cuanto sucede nos merece una explicación. Ese fenómeno es quizá, la afilada hoja de acero que guillotina, impía, toda posible felicidad. Yo no quiero que nadie me explique nada, no quiero saber el porque de las cosas, ni porque nací o porque escribo esto, ni por que extraño tanto a los que como Alejandro se nos han adelantado, pese a que he tratado de explicarles algo inexplicable, sobre esas ausencias tan largas, tan grandes, tan innecesarias e inexplicables, que nos anegan el corazón y el alma, desbordándose incontenibles con una furia como de naturaleza, como de tsunami, arrasando con todo lo razonable, explicable, comprensible, posible…
Ya esta. Solo digo hasta siempre Alejandro y regreso la caravana y me quedo aquí extrañandote…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario