Nueva columna de Oscar Wong



EL DOLOR DE LOS ILUMINADOS, SIMBIOSIS E IDENTIDAD


Al amparo de una cita de John Milton, quien reflexiona líricamente sobre la debilidad del ojo ante la luz física, eludiendo a la iluminación espiritual, los 53 poemas que Lizbeth Padilla agrupa en este poemario, distinguido con el título de El dolor de los iluminados, me llevó a observar con detenimiento no sólo el significado y contenido a que alude esta denominación, sino a las principales vertientes de la obra. Indudablemente el vocablo no se refiere a la condición herética y secreta de la secta fundada en 1776 por el bávaro Weishaupt (con la obediencia ciega de sus adeptos pretendía establecer un sistema moral contrario al orden existente no sólo en relación con la religión, sino con la propiedad y la familia). Y aquí preciso que ya hubo, en Alemania, una Diatriba contra los iluminados, del marqués de Luchet.

Pero de eso no se ocupa la autora del libro de poemas, ni de las mujeres que fueron acusadas y aprehendidas por sus éxtasis y arrobamientos no siempre gratos a los confesores durante el período novohispano, tan caro a sor Juana Inés de la Cruz, quien no deseaba “ruidos con la Inquisición”. Al respecto, Jean Franco se ocupa de la mística conventual del siglo XVII y de las ilusa, en especial de Ana Rodríguez de Castro y Aramburu Moctezuma (Cf. Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, 1994)[1], aunque también hay otro investigadores que se han ocupado de Monjas y beatas. La escritura femenina en la espiritualidad barroca novohispana. Siglos XVII y XVIII (Cf. Asunción Lavrin y Rosalva Loreto L., editoras, 2002). “Nada es más peligroso que el misticismo, porque produce la locura que anula todas las combinaciones de la sabiduría humana”, precisa Eliphas Levi.

Pese a la dedicatoria, Lizbeth Padilla tampoco aborda el ámbito de los espiritualistas trinitarios marianos, quienes desde el siglo XIX han prevalecido en México, incluso en nuestros días.
¿Mediums y videntes?, ¿magos y charlatanes?, ¿alumbrados o iluminados?. Ya Eurípides, en Ifigenia, como cita la autora del libro que me ocupa, exterioriza: “Contemplar la luz es para los mortales la cosa más dulce...”(p.17).

El ojo que observa, el ojo que contempla, es indispensable para Marsilio Ficino (1433-1499), quien en 1484 –el mismo año en que Kraemer y Sprenger inician la redacción de El martillo de las brujas (1486)– publica De Amore no sólo para comentar El banquete, de Platón, sino para exaltar el amor contemplativo, el Eros virtuoso que trasciende la belleza del cuerpo mediante la inteligencia y la virtud. El ojo, ya lo sabemos, es el punto central... aunque el tacto perturba la inteligencia del hombre. “Por eso hay que cuidar el ojo precioso regalo del cerebro”, canta Huidobro en Altazor; y la serie de versos: “Ojo mar/ Ojo tierra/ Ojo luna”, cuyo <> nos remite al concepto, a la idea, de acuerdo con la Triangulación de Galvano della Volpe. El ojo es un instrumento visual imprescindible para la elaboración de imágenes. La “mirada de atropina” que indica Gorostiza en Muerte sin fin, obnubila la contemplación de la Divinidad. Y la mirada como exceso provoca, según Ficino: furor poético, furor místico, furor profético y furor amoroso.

Por eso, insisto, las vertientes del poemario de Lizbeth Padilla descansan en la mirada contemplativa, en la belleza corporal y en el Amor, como pasión o como deseo, todo ello referido en función del Yo lírico, metamorfoseado en un Yo épico, mítico, arquetípico. “Todo amante se vuelve trasparente/ bajo las manos azules de los sueños”, expresa la juglar justamente en el poema que proporciona título al libro. Y agrega: “todo amante lleva su linterna a la altura del miedo” (Ibíd.).Allí inicia este recorrido, esta gesta lírica con la libertad creadora que la poetisa se adjudica para construir, con una categórica “orgánica textura sentimental” (Amado Alonso dixit), una invención versificada. Me atrevo a usar el término <> en virtud de que lo épico en este cantar amolda la realidad bíblica, mitológica, a la eficacia artística y expresiva (después de todo gesta, en latín, significa hechos, hazaña, por lo que el antiguo cantar de gesta asume un fondo histórico cierto, aunque hay versiones legendarias).

Las personajes se suceden: Judith (la viuda de Manases, hermano de Efraín, hijos de José, quien a su vez es hijo de Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abraham, hijo de Adam, hijo de Dios, como diría el Libro de Henok), la hija del Faraón, Jesabel, e incluso la samarita, al igual que Perséfone, Casandra, Tisbe, Biblis, Medea. El dolor de los iluminados es un poemario sorprendente por su carga mítica-bíblica (arquetípica, desde luego) que, de hecho, canta la tragedia del Amor. De manera que los iluminados son “brasas de llanto” que ahogan “su dulce alarido” (p. 11).
Durante la tensión creadora, Lizbeth Padilla se desdobla y se identifica con las figuras a las que presta voz. Como Santa Lucía, la autora determina:

...le miraré el corazón a esa palabra
que todo lo ha explicado a través de los tiempos
(p. 30)

A lo largo del poemario hay expresiones, vocablos recurrentes: ojos, mirada, pupila, visión, videncia, ceguera, y sus respectivas conexiones: luz, espejos, silencio, vacío. Porque, precisamente: “Ver es devorar” (p. 61), aunque“La luz es una gota que besa la intimidad del ojo” (p. 43). En esta “geometría de la soledad”, en esta búsqueda de lo inaprensible, de lo incorpóreo y espiritual que se arroga la belleza, la poetisa canta:

Mis ojos sangraron y sobre el platón las lunas vivas
alumbraron la memoria
(p. 31)

Al asumirse como las figuras femeninas a las que enaltece a través del canto, la autora refleja su propia personalidad sensible, su ámbito individual y psicológico, con sus ideas y afectos, pero subsumiendo los hechos de sus personajes, y logrando sabiduría y equilibrio a través del orden sonoro de la imagen, de la instancia fónica, del vínculo significativo. Canto mediúmnico, poesía subjetivamente objetiva –o mejor: objetivamente subjetiva– donde la voz arquetípica se vuelve actual, contemporánea, El dolor de los iluminados se vuelve una trama de palabras que se fusionan en una impresión sensorial. Identidad, simbiosis. El ayer mítico que se traspone al instante sensible, generando un hálito perturbador.


Lizbeth Padilla, El dolor de los iluminados, Instituto Mexiquense de Cultura, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, El Corazón de los Confines, Toluca, Edoméx., 2008,87 pp.

[1] También hay que considerar la trascripción de Alejandra Herrera de los documentos que narran este proceso en el volumen Ana Rodríguez de Castro, procesada por ilusa, y afectadora de santos, SEP/INBA, UAM, Méx., 1984, 187 pp.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario