VÉRTIGO Y FRUTO EN YUNUÉN ESMERALDA

Por Óscar Wong

Entre la libertad de ser y la aspiración de trascender, prevalece la afectividad –debatiéndose internamente a fin de expresar, y modificar, la relación del poeta con el mundo circundante y con el mundo interior–, para transgredir, desafiar y solazarse con las palabras hasta llegar a la emoción convertida en imagen: he ahí lo que los filósofos del arte conciben como intuición estética. Imágenes fecundas, imprecisas; emotividad y estremecimiento suspendidos como raudos escalones en la espuma del destino: Poesía. En cierta forma, la diversidad temas que aborda, los diferentes recursos que utiliza, destacan la conciencia lírica de Yunuén Esmeralda (México, D F., 1982). De tal manera que su expresión se abre al universo de cosas que circundan a la vieja contraseña de la rutina, a la aurora plena, viva, con más agua que sueños de su inicio lírico. Así, Vértigo y fruto constituye el alba vivificada por la solidez de la palabra, del aire en el espejo. El sentimiento de afirmación prevalece a lo largo de estas páginas, sin olvidar la conmoción sensitiva. Y es que la poesía, como espacio abierto al mundo, representa un territorio forjado de signos y señales; cadencias y figuras que se manifiestan ardientemente a través de vértigos e impulsos. Muerte y resurrección, energía vital que irrumpe para asomar al orbe, para fijarse en un recinto, en una dimensión precisa, exacta. Después de todo el arte es realidad que se transforma. Dionisio –dios de la embriaguez que exalta la existencia– crea la belleza mediante un juego libre e irracional. Y Apolo, que sueña la armonía y mesura de las cosas, retrocede (aunque en una última instancia, lo dionisíaco y lo apolíneo se concilian, puesto que el arte es organización del grito y del canto, de la música: del profundo anhelo de vivir.

Como arte, la poesía posee cierta afinidad con la experiencia amorosa. Como productos humanos de concreta individualidad que son, ambos alcanzan, su ser propio al realizarse, indica Francisco Larroyo (Cf. Sistema de la Estética, 1966: 23). Y aquí habría que recordar a Benedetto Croce (1866-1952), quien en su Estética como ciencia de la expresión lingüística general (1900) advierte dos formas de conocimiento: el intuitivo y el lógico, partiendo de la fantasía o de la inteligencia. El primero genera imágenes, mientras que el segundo produce conceptos. Percepción es intuición, precisa. “Por intuición se entiende, con frecuencia, la percepción, o sea el conocimiento de la realidad acaecida, la aprehensión de algo como real” (Croce: 1982, 49). Básicamente, tener conciencia de la realidad es distinguir entre imágenes reales e irreales. La representación es la intuición. Es elaboración de la sensación. “El conocimiento intuitivo es el conocimiento expresivo” (Croce: 1982, 56-57). Pero si “intuir es expresar”, como señala Croce, en Vértigo y fruto se advierten cuatro momentos: “I. Cantos de medialuna”, “II. Colyolxhauqui”, “III. Sólo se habita” y “IV. Por eso hay que romperse”.
En la primera estancia, “Cantos de medialuna”, se observa el ámbito apolíneo, establecido por figuras retóricas organizadas en la coherencia de imágenes. “Escuchar es ser el otro” (p. 9), canta Yunuén, y así reconstruirse a través de la memoria, de la palabra hecha silencio, del mutismo trastocado en sensación sonora. Una primera instancia de búsqueda, de hálito contenido. El poema 7 (pp. 17-18) es una especie de Renga, una forma lírica utilizada por Octavio Paz, una especie de “cadáver exquisito”, escrito a dos manos por Yunuén y José Falcón; pero el texto, por momentos, se vuelve inconsistente en ritmo y en contenidos; aunque la disposición de los versos es interesante (p. 13).

En la segunda estancia, denominada “Colyolxhauqui”, la memoria de los abuelos de maguey se convierte en un recorrido por parajes turísticos, prehispánicos, y las palabras, que acaban de nacer bajo la lluvia, son recogidas por los lacandones (28). Así: “El Universo explota como semilla de maíz…” (p. 29). También: “De las piedras del Calendario, sale aroma de cacao” (p. 29). Yunuén arremete con un verso definitorio: “Soy el aire que crece en la memoria” (p.29)
“Sólo se habita”, tercer capitular de Vértigo y fruto, retoma carátulas de vida, “donde la luz guarda su silvestre olor” (p. 33). Lo incierto, lo inasible se vuelve: “un crecer de eternidades en fuga”. Los accidentes de la substancia aristotélica –la enfermedad, la vejez, la muerte–, son “vértigo y fruto” en los dedos de la puerta. Después de todo “hay belleza en lo impensado” (p. 37) y la madre que cobija, la madre sabia que aconseja “para abrirme como una áspera pregunta” (p. 40), cobra relevancia. Precisiones, sí, quemada hojarasca. Ser, existir.
Por eso hay que romperse”, a mi juicio, es el capitular más consistente: en intenciones, en recursos, en propuesta estética, en entrega existencial. De hecho aquí inicia la voz interior de Yunuén Esmeralda:
“Espero como fruto eternamente verde.
Aguardo un latido extraviado en la memoria”
(p. 47)
Atmósferas precisas, la expresión versicular es contundente, con una acentuación silábica determinante, asumiendo plena sonoridad: los versos corridos –que la mayoría de los autores determina como poema en prosa–, generan un ámbito singular partiendo de la emoción. De tal suerte que el ritmo se vuelve un código sonoro, un núcleo respiratorio, una forma de manifestar el sentimiento. Versos contemplativos y estrofas exaltadas caracterizan a esta última instancia.

En momentos la expresión vuelve a conformar estiquios dispuestos de la manera usual, como el esbozo de una milpa, y el hueco, el vacío, los espacios sonoros, se metamorfosean en instantes eternos y la infancia se vuelve imperecedera. El futuro, por lo contrario, se mantiene con “la firme convicción de que se puede ser feliz bajo el pantano” (p. 74).
Vértigo y fruto no es sólo el inicio literario de Yunuén Esmeralda. Es el punto de partida, el impulso, el ámbito propiciatorio de un destino, de una vocación. Concluyo recordándole, a manera de advertencia, que en la antigüedad la poesía –según Robert Graves– era la ley moral y religiosa establecida para el ser humano por la Musa en sus nueve aspectos, o bien la expresión estática del individuo en apoyo de esa ley y glorificación de la Musa, que puede asumir aspectos terriblemente luminosos o radiantemente devastadores. Aunque la mujer poeta debe escribir en cada uno de esos aspectos con autoridad antigua y acaso metamorfosearse –“imparcial, amorosa, severa y juiciosa”– en la luna visible. (Cf. La diosa blanca, 1983: 608-609). El poeta inglés, asume a la poesía como una experiencia, una revelación espiritual, más allá del simple adiestramiento técnico-retórico, y nos recuerda de manera contundente la tríada galesa del siglo XII: “Es mortal mofarse de un poeta, amar a un poeta, ser un poeta”.

* Yunuén Esmeralda, Vértigo y fruto, Instituto Mexiquense de Cultura. Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, Toluca, Edoméx., 2008, 74 pp.

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