CHISTES ENLATADOS..por Leila Macor


¿Qué parte de “NO” no entendés?, pregunta alguien. ¿Será la décima, la vigésima vez que escucho eso?, pienso en respuesta. Restando las veces que ese gag aparece en una serie de televisión –Friends, especialmente–, debe ser como la centésima. Pero eso es lo bueno de los chistes enlatados: son internacionales y todo-terreno: sirven tanto en Estados Unidos como en Uruguay y se adaptan a toda clase de situaciones.

El que tiene mal aliento se comió un muerto; el que se tropieza reclama “¡no empujen!”; el que se encuentra a una pareja de amigos le dice a la chica “tené cuidado con aquél, no le creas nada”. Cada vez que un historiador habla de la invasión de los hunos, algún simpático le pregunta: “¿y los otros?”. Y si alguien no saluda saltamos: “che, ¿dormimos juntos?”. Ja, ja, deberían respondernos con seriedad ante tales hallazgos humorísticos.

En fin, podríamos redactar un diccionario con ellos, a la manera de Flaubert con su “Diccionario de lugares comunes”, donde el célebre franchute por ejemplo define “Agricultura” como “algo que se debe estimular”. Pero mientras los lugares comunes suelen pasar desapercibidos (como la tiranía del tiempo o la asesina humedad), el chiste enlatado, curiosamente, sigue surtiendo efecto, porque lo más insólito es que quien lo escucha es tan amable de sonreír.

Yo muchas veces hice uno del que me creía su autora. “Si tuviera un millón de amigos le pediría un dólar a cada uno”, fue mi gran ocurrencia. También caí en la trampa la primera vez que escuché: “vamos por partes, como dijo Jack el Destripador”. Me gustó tanto que lo repetí un montón de veces hasta darme cuenta de que mi chispa causaba la misma reacción que un “buen día”. O sea, ninguna.

En Venezuela teníamos un clásico enlatado, ahora en desuso. Cuando hay gran confusión y es difícil ponerse de acuerdo, decíamos: “vamos a organizarnos, hace 10 minutos que llegué a esta orgía, a mí ya me dieron tres veces y yo no le di a nadie”. Era una salida tan común que en realidad bastaba con decir “vamos a organizarnos” para que el resto de los presentes se matara de risa.

También me tocó responder muchas veces al mismo chistecito cuando estudiaba Letras. “¿Y por qué letra vas?”, me decía siempre algún genio. No es por compararme, pero a Umberto Eco le pasa lo mismo con su apellido. En su “Segundo Diario Mínimo”, el semiólogo italiano cuenta el hartazgo que siente cada vez que algún columnista tiene la agudeza de titular los artículos que hablan de su obra con estupendos juegos de palabras como “Los ecos de Eco” o “Eco resuena” o “El reverberante Eco”.

En cuanto a los gastronómicos, contamos con un gran repertorio. Cuando estamos en un restaurante y la comida demora en llegar, es porque están matando a la vaca o amasando los ravioles. O, y eso ya es el colmo de la brillantez, porque en la cocina recién están cosechando el trigo.

Recurrimos a ellos por falta de originalidad o por esa urgencia de ser muy rápidos que nos sobreviene a veces en una conversacíón. Si lo pensáramos dos veces no diríamos tantos enlatados con el cándido convencimiento de que son obra de nuestro ingenio. Pero como los diálogos exigen velocidad no hay tiempo para la innovación, de modo que si alguien afirma que una persona es “medio pelotuda”, la primera respuesta será “si la mirás con un solo ojo”. Y lo dejo hasta aquí porque ya parece que me tragué a un payaso.


(*) Publicado en 2006 en la revista Vayven.

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