PROSA DE RODRIGO ALEMANY


Campo de concentración


La mañana refleja antiguos metales. Espacio opalino, lluvioso, principio del Otoño y sus fértiles recuerdos. El frío enternece como condición necesaria. Hora de despertarse, movimiento de brazos para despejar los sargazos, las anémonas prendidas a los codos, girar en el mar de las sábanas, aferrarse a la tibieza cobijada, elevar un ojo a la ventana mojada, cerrar el otro para envolverse en las aguas, un imperativo y un deseo que lo contrapone, es mejor el sueño, las brumas blancas que esparcen las sábanas y no la lluvia escarchada, deliciosa latencia de capullo en ciernes, diminutas manos entre peces de colores.

No deseo levantarme, la habitación y la cama son un refugio, el lugar placentero donde se cumple la imagen del sueño, la enhiesta transparencia de las alas, la manera de volar sobre los pasillos, llegar a la cocina en un instante, subir hasta el tejado con la vestimenta del sueño, aparecer nuevamente en el refugio de las sábanas blancas y saber que estás ahí. Eres tú mismo a la hora de remover la escarcha, templar el rostro, levantarse.

Teníamos que levantarnos temprano, no obstante el muro de soledad que rodeaba nuestra existencia líquida. Una jugada traicionera había removido los objetos de la casa, huracán, tornado, azar del tiempo sobre nuestras cabezas infantiles. El frío arreciaba en las calles de Santiago, inolvidable, inexorable. La costra gris avanzaba encima del pavimento. Teníamos que cubrirnos de pies a cabeza, calcetines de lana, gorrito de lana, chomba de lana, suéter de lana, guantecitos de lana. Fuera de la ventana tibia los vidrios mojados, la lluvia encima de los automóviles, los espejos creados como fuentes sobre la tierra. Teníamos que salir de la tibieza y caminar sobre las calles mojadas, agarraditos de las manos, guiados por nuestra madre. La fortaleza de sus manos sostenía el despertar, nuestro, para no caer en el abismo gris que la soledad y el frío contenía. ¿Cómo olvidar esas antiguas mañanas, el deber de levantarse, salir hacia la escarcha para comenzar otra triste aventura? Alguien se encontraba ausente.

En esa época el autotransporte era abundante en hierro viejo. Las micros semejaban ancianas cafeteras, llenas de orificios, con cierto movimiento ondulante a punto de desarmarse. Cuando llovía, las goteras caían sin distinguir el color o la raza de las personas. Se filtraba la humedad y era visible el vaporcito matinal que emanaba de las bocas. La bitácora, el letrero, la tripulación, los víveres, los cigarros, los ponchos guardados, todo seguía un curso y un objetivo: Puchuncaví. Nombre demasiado raro para la cornisa occidental que ocultaba la esencia, nombre asociado al deber de levantarse, al frío de la lluvia, a la templanza, y a esa persona ausente. La cafetera anciana ondulaba exhalando anillos de monóxido, nosotros nos cobijábamos acurrucándonos, las miradas se unían para contener el frío, cierta mano furtiva vigilaba que todos los víveres estuviesen en el lugar correcto. Sobre las ventanas corría la lluvia, se repetía, era insistente, inexorable.

Lentamente, como cualquier representación del pasado, la micro se fue llenando de personas, de gente, de rostros, de silencios, de temores. Muy pronto el vehículo llegaría a su destino. Cierto vaho de adrenalina recorría nuestros huesos, el estómago se revolvía, mientras la lluvia insistente continuaba filtrándose.

Bajar de la micro. Orden en la fila. Señoras con niños paso adelante. Revista. Manos verdes sobre sobacos blancos. Manos verdes sobre vientres blancos. Bayoneta calada. Filo y punto hasta otro comienzo. Manos en los bolsillos. Manos verdes sobre senos blancos. Manos verdes trajinando calcetines de lana, gorritos de lana, chombita de lana. Revista. La soledad y el frío asomándose por una rendija. Algunos gritos. Dignidad imposible de acallar. La madre deteniendo las manos verdes y su trajín de trajinarlo todo. Niños y mujeres de un lado, hombres del otro, víveres en el medio, y recuerden que no más están de visita.

Tras la alambrada aparecen las casas de madera, las pocilgas donde seres humanos fueron tratados como bestias. Agarrados de la mano cruzamos la alambrada venciendo el miedo cotidiano. Lo cierto es que después de varias visitas nos íbamos acostumbrando. Los rostros ajados de nuestros padres aparecían venciendo la ausencia impuesta por una jugada traicionera, algo mayor que una simple fantasía de niños.

El relato sería una conciencia obtusa sino existiese un asomo de luz. Las visitas semanales al campo de concentración retornaban a la vida. Lo ausente se hacía presente, abrazábamos a nuestros padres y la alegría entibiaba los gélidos ambientes.

1 comentario:

  1. Anónimo6:47 a.m.

    Rodrigo un saludo desde Chile, los no tan lejanos años 85-88 en el liceo de Aplicación, la literatura (por aquella época recuerdo que leias Los Miserables), la jota, etc.
    Por lo que veo, quizás junto a otras nostalgias, seguimos cultivando el amor por la literatura. rubensaavedra@cde.cl (en aquella época conocido como el Jerry). Ahora me avocaré a seguir leyendo tus escritos.

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