Texto de Adrian Franco


Adrián Franco (Ciudad de México, 1976). Ha incursionado en los géneros de novela, teatro y poesía y traducción. Actualmente prepara la publicación del colectivo "El Séptimo Color del Cielo".


Del Silencio

Quiero estar solo, desprendido del péndulo de las letras impasibles, ser un extraño en los ojos de la noche uncida por la mística serenidad que se desliza hasta perderse en lo más hondo del ser, en la noche, mar inmensa, donde prófugos navíos arrastran al olvido los vestigios de mi nombre. Afuera, comprendida en la estrechez entre mi mano y las estrellas, flota la caricia que recorre mi frente, cruza por mis sienes y se entrelaza a mis pies con dulzura inefable. Mis párpados rendidos de cansancio descienden lentamente hasta apagar el resplandor que flota en la ventana. Y al conjurar la oscuridad, todo calla, todo duerme, todo deja de existir en la negra abertura que anuncia la soledad más exquisita de los hombres.

Me entrego entero, sin reparos, sin remordimientos ni oraciones que me alivien los pecados. Me hundo inerme en la espiral que empalidece mi carne hasta borrar su burda esencia. Caigo al centro de mis sueños, en la hondura última del yo, donde noche tras noche y de estación en estación veo marcharse los vagones del absurdo calendario con la calma de quien sabe que en los cálices del tiempo el vino transubstancia la ironía en eternidad. Sí, ya sé que el círculo inconcluso que persigue este tren no conoce del instante en que las vías se separan, ascienden y desaparecen al cruzar el ventanal de la tibia transparencia que se aloja tras mi plexo. ¿Pero qué más da el aquí y ahora? Poco me interesa discernir esa ecuación. Si acaso he profanado la esfera última de mi existencia fue en defensa del umbral que me resguarda la cordura, fatigada, tensa, abatida como una risa que fue cortada a la mitad y de la que sólo prevalece el tenue esbozo que el espejo trazará al amanecer. Rendido, caigo y ruedo en soledad hacia el templo sin altares. Al final de la jornada sólo quiero irme a soñar.

Bendita es la quietud destilada de razones; sagrado el portento de mi ser inmaterial. Afuera, el mapa de lo inamovible se entrelaza lentamente a los hilares de mi ausencia, y el mundo, otrora inmanente, desdibuja de su faz la indiferencia que vertió sobre enigma de mis noches. Duerme el mundo, duerme mi alma que estaba suspendida en los angostos renglones que el tiempo optó por ignorar. La dualidad de mi existir es una curva en el espacio, un ovillo, un pliegue hecho de bruma en el místico velo bordado con la luz desprendida de mis pensamientos. Así, en este instante, bajo la penumbra de mis ojos, desde el árbol de las plenitudes, más allá de ese horizonte en donde años atrás conocí el rostro de la lejanía, surge el éter del silencio, se extiende como un dios que reclama los espacios que otro dios le arrebató cuando su voz pronunció el caos. Y al posarse en los umbrales de mi esencia, inerme, sin más extroversión que su callada desnudez, la ola azotadora se derrama sin piedad hasta asfixiar las cuatro esquinas de este cuarto inexistente.

Sueño con el fervor de la nostalgia que flota dulcemente a la orilla de los puertos, con el sagrado resplandor del cincel que rompe, labra y dignifica las columnas erguidas tras mi frente. Me sueño sentado ante la hoja de papel en donde todas mis palabras desembocaron una noche, y que un rumor lejano —¿acaso un lamento?— desciende ante mí con la perfecta serenidad de los anhelos incumplidos que no atinan a olvidarse. Tal es mi cosmogonía, mi forma de existir en plenitud y soledad. Pero si acaso estoy solo, ¿quién es entonces aquel ser que me llama en mi sueño y con las alas extendidas descifra en el aire el lenguaje de mi esencia? ¿Quién posee aquellos ojos en cuya gris profundidad ha naufragado la quietud de la nostalgia y el reposo? ¿A qué vuelves esta noche, cuando yo estaba tan lejos de mí mismo y de mi alma? ¿Por qué insistes en venir y derramar tus pensamientos con aliento salvaje en el terreno de los míos? ¿Por qué reniegas de tu ser? ¡Sé silencio y calla a mi alma!, que las horas se derrumban y la aurora palidece, y las palabras que dormían en la cúspide del viento han regresado de sus tumbas a saciarte los porqués.

Es inútil desistir. A menudo su llegada engendra una inquietud envuelta en el rocío que vacía la madrugada. Crece, divaga en los rincones, en las sábanas, en los poros cansados de tanta noche en vela hasta el instante en que, ahogados los oídos en la boca del silencio, su etérea compañía nos conduce a meditar. A veces, esclava de su influjo, la razón abre una ventana en la faz del firmamento, y desciende, hurga sin respiro en la sustancia de los sueños desterrados del reposo. Otras simplemente permanece inmóvil, diáfana, inerte como las plumas de esta almohada compañera en espera de que un eco desprendido de la nada nos devuelva la virtud de apagar la realidad.

Te percibo y creo escuchar aquel lamento que engendraste con los tímidos vestigios de nuestra vieja incomprensión: ¿Qué quieres de mí ahora? ¿Por qué vuelves esta noche, esparcido en letras sordas, a inquietar la superficie cuando yo estaba tan ausente? Disuelto en grandes sombras, me pareces sólo un niño temeroso de las formas que su trágica inocencia le proyecta en los rincones. Yo también me abrazaba a mis rodillas e inclinaba mi cabeza cuando el miedo se encarnaba de las formas en el aire. Comprendo ahora que eras tú quien murmuraba ese zumbido tan profundo, tan lascivo, al que quise inútilmente apagar con el frío hálito de mi indiferencia, y al que siempre claudiqué, consolado quizá por la costumbre de saberte condenado a perecer en el regazo de la aurora, como un suspiro huérfano, vacío de sensaciones, sollozo del que ve desvanecer su voz sin piel bajo el ritmo imperdonable de las horas que despiertan.

Viejos conocidos y sin embargo tan distantes; somos dos instantes prófugos en la espiral incandescente que lento les conduce al epicentro del destino que vulnera las entrañas. Como tú, llevo dentro de la piel un invierno seco, el vacío de la agonía, un silencio de muerte. Como tú, arrojé al fuego consolador toda vana certidumbre, los vestigios de mi fe y mis ilusiones de acuarela. ¿De qué vale ¾murmurabas a mi soledad con lento llamado¾ tejer juntos un resguardo al amparo de la noche para no mirar la estela de esta calma furiosa? Y lento, yo también, sentía la brisa helada de mi tiempo perdido ascender desde mi alma hasta mis labios partidos por la calma y la ceguera, por la angustia y el olvido, por la arena piadosa que enterró al niño que fui cuando el atril de las metáforas trocó en indiferencia.

Inútil ignorar la visión de no saberte, ni tenerte, a pesar de tu paciencia y soledad infinitas. No puedo tolerar más este sopor, la obscena libertad de este naufragio, escape y esperanza de una noche áspera, hueca, del tamaño de mi incomprensión y tan llena de tu esencia. Visión exiliada del roto cristal de la memoria: prefiero, ante todo, morirme de nostalgia. No te he inventado en mi adormecimiento para llenar con ilusiones el espacio de mi ausencia. Aunque todas tus palabras se encuentran enraizadas en la rotura de mis labios, tu lenguaje efímero, ingrávido, se me antoja un mundo idóneo, lienzo en blanco sediento de promesas en la tierra nativa del poeta, símbolo eterno del suelo inconcreto, sólo posible en el sangrante manantial de mi pecho, insomne, para teñirte un universo a flor de piel antes que los pájaros perforen con su canto la discrepancia entre tu mundo y las ruinas que me colman.

Estamos en el borde del mudo pentagrama de las pausas, al acecho de una nota sigilosa, interminable, a veces subyugada en el espíritu de la caída incesante que llamamos soledad, obstinados en la búsqueda del eco sin retorno, aquel que vence las certezas que nos anclan los motivos y descubre, metafórico, las múltiples lecturas del silencio y de su alma.
Oscura sirena, encállame en las costas de tu canto indescifrable, donde el mundo conocido se termina y la estela de tu palabra, huella de todas las edades, nos recrea las cicatrices sobre el polvo de la carne.

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