Un poema de Adrián Franco


Cenizas de dios

El alma anhela paraísos,
la carne teme su silencio,
y sólo el verbo,
como un veneno áureo
en la boca del estío,
puede ceñir al horizonte
su dramática incursión.
Así nace la lucha
del hombre y la palabra,
arena en la que pugnan
la crudeza y la esperanza,
con espadas de cincel
y escudos de barro blando,
bajo nubes extrañas
que enlutan el ocaso.

La esperanza dice Ven,
su cándida voz
adormece las almas
y un deseo inmaculado
se apresta a anidarse
en los grandes altares
a donde el verbo me arrastra.
Quédate conmigo,
canta la esperanza,
esparcida en constelaciones
de dorada armonía,
mientras ángeles y santos
se unifican en mis brazos
y a lo lejos señalan,
en una isla solitaria,
el invierno abatido
sobre el árbol de la sedición.
Caen entonces mis rodillas
por el peso de las eras,
y en mis labios se desliza
todopoderosa
la onírica embriaguez
del pudor y la humildad.

Credo redentor,
porfía bienamada,
asciendes como un signo
que eclipsa la memoria,
eres la eternidad,
la verdad y la victoria,
y en tus ojos sonríe
el consuelo a mi existir.
Mis deseos todos
se arrodillan a tu paso,
pero enrojecen mis mejillas
por la impúdica soberbia
de abarcar tu omnisciencia
con mi efímera sustancia,
como serpiente enroscada
a las raíces de la noche,
como un rumor de sombra
ovillado a mis pies
al que sólo la liturgia
de los dioses acalla.
Se abren así los corazones
como cálices de rosas,
y agradecen a los dioses
por la tierra tan fértil,
y los pétalos tan rojos,
y el perdón tan hacedero
y la eternidad tan vasta,
en la que den cuenta una vez más
los grandes sacerdotes
de los rituales del incienso,
y el murmullo de la sombra
deambule subterráneo
entre el polvo de los muertos
sepultado por las rosas,
como un pesado arado
de perfumes y colores
surcando la ilusión de nosotros,
los mortales,
pasajeros del tiempo
en la estación de la verdad.

Bálsamo de dios,
llegaste a mis umbrales
igual que la costumbre,
disuelto en el peso
de las cosas sin importancia,
como pesan las desavenencias
de la carne en el espíritu,
agobiado como esclavo,
mamando la savia
corrompida del rebaño,
fruto de las ramas
del consuelo abaratado,
árido destino
del que aspira sin obrar.

Abnegado escarabajo,
mi espíritu saltó
de flor en flor
por el jardín
con las alas salpicadas
de paciencia,
amor y gracia,
y un grito de estertor
en la cima de sus ansias,
desatado,
insalvable,
deleitado en secular
contemplación del viejo edén:
fantasía primaveral
de mariposa emigrante,
capullo de piedra
de la póstuma esperanza.

Estrado de dios,
creí en ti como en mí mismo,
pero el águila bicéfala
sostiene en cada garra
una piedra y una llave,
y mientras se estremece,
las fronteras de las catedrales
crujen y se rompen,
el aletear salvaje
desmiembra los escombros,
y la tierra prometida
ya no es carne
ni es luz
ni es rumor…

Es voluntad.

La arcaica fe palpita apenas,
y diáfana
la vida eterna anticipada
penetra igual mis venas
que el follaje rústico
de lo desconocido,
el porvenir abre los ojos
al desfiladero atroz
de lo evidente,
punza una incisión
en el brumoso telar
de mis párpados
y vierte,
impávido,
la fuente bautismal
que purifica la ignorancia
con un bálsamo secular,
físico,
indolente.

Me derramo en un vuelco
natural hacia la libertad,
y al final de la caída
cenizas de dios
llueven sobre la calma.

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