La conmemoración de los días considerados santos por la práctica eclesiástica parece la ocasión adecuada para revalorizar aspectos relativos a las leyes morales y las leyes físicas. Podríamos abordar el tema de manera genérica argumentando que la diferencia fundamental entre unas y otras radica en el terreno donde cada una de éstas tiene lugar. Es decir, las leyes físicas no poseen influencia mensurable en nociones de tipo moral, del mismo modo que las leyes morales no afectan en modo alguno las diversas propiedades que rigen a la naturaleza.
Esta diferenciación pudiera sonar plausible en primera instancia, sin embargo abre una amplia brecha a la refutación de su primer enunciado (como se verá más adelante). Un argumento más certero para establecer la diferencia podría expresarse de la siguiente manera: Las leyes del mundo físico fueron y serán las mismas antes y después de la existencia del género humano; no así las leyes morales.
Si partimos de una aseveración tan simple, llana y a la vez sencilla de aceptar en términos lógicos como la recién mencionada, entonces la reflexión da pie al cuestionamiento de conmemoraciones masivas y efusivas —como las ocurridas en los días denominados santos— con fines del fortalecimiento colectivo de ciertos códigos morales y conductuales promovidos por la autoridad eclesiástica, y cuyas constantes se encuentran primordialmente determinadas por intuiciones, supersticiones y sistemas de creencia que parten del sacrificio como medida esperanzadora de resarcimiento ante el miedo y la culpa.
¿Qué es lo que representa, en última instancia, este tipo de creencias? ¿Se trata únicamente de una tradición que como tal es susceptible de sufrir alteraciones en el tiempo, o representa en sí misma un modelo de reglas morales concebido a perpetuidad? Cuando tomamos en cuenta que el código promueve como virtud la no exigencia de pruebas evidentes que le contradigan, la idea de perpetuidad adquiere mayor peso sobre la simple noción de tradiciones y costumbres. A partir de este punto podemos conducirnos al siguiente cuestionamiento: Si el código moral eclesiástico se autodetermina como perpetuo, ¿entonces por qué motivo necesita de reforzamientos cíclicos en la conciencia de sus practicantes, como ocurre con los días denominados santos?
Para llegar a una posible respuesta parece necesario retomar la premisa inicial de estas líneas: Las leyes del mundo físico fueron y serán las mismas antes y después de la existencia del género humano; no así las leyes morales. De esta sola aseveración podemos derivar una idea más para explicar la no perpetuidad del código moral eclesiástico: ¿Son las leyes morales también una consecuencia de las leyes físicas? Una respuesta saludable en este sentido ha necesariamente de partir de su contexto material, o de lo contrario estaríamos despreciando el origen neuroquímico de los diversos procesos que conforman el pensamiento humano. Es decir que entre las leyes físicas y las morales no existen dos contextos independientes, sino que, así como en términos cronológicos las leyes físicas anteceden a la moral, también ésta última puede resumirse como una consecuencia más de las diversas propiedades físicas, químicas o biológicas de la materia que compone nuestro sistema nervioso, sin dejar de considerar aspectos de orden psicológico que influyen tanto en las necesidades como en las motivaciones individuales para la adopción de códigos morales y conductuales.
En síntesis, la promoción de leyes morales autodenominadas universales, como de hecho reza la propaganda de los días santos, resulta inconsistente a partir de su contexto intuitivo y supersticioso; son nociones contraproducentes en el proceso de construcción de un pensamiento positivo basado en mediciones y evidencias sólidas, en vez de mecanismos inmóviles y de ciega recompensa ante lo desconocido. De este modo, en un modelo de construcción de pensamiento positivo, la evolución de las leyes morales habría de ser proporcional al progreso cognitivo de los procesos biológicos y químicos del pensamiento, además de congruente al proceso de reconocimiento del individuo consigo mismo y ante los demás.
Aceptamos las leyes físicas y naturales como verdaderas porque cumplen a cabalidad con un orden específico, mensurable y probatorio. Otorgar el grado de veracidad a una norma de pensamiento basada unilateralmente en criterios morales, como hace el código eclesiástico, puede conducirnos a una deducción simple y llana: Para aceptar una verdad es preciso comprenderla; para aceptar una mentira basta sólo creer en ella.
Esta diferenciación pudiera sonar plausible en primera instancia, sin embargo abre una amplia brecha a la refutación de su primer enunciado (como se verá más adelante). Un argumento más certero para establecer la diferencia podría expresarse de la siguiente manera: Las leyes del mundo físico fueron y serán las mismas antes y después de la existencia del género humano; no así las leyes morales.
Si partimos de una aseveración tan simple, llana y a la vez sencilla de aceptar en términos lógicos como la recién mencionada, entonces la reflexión da pie al cuestionamiento de conmemoraciones masivas y efusivas —como las ocurridas en los días denominados santos— con fines del fortalecimiento colectivo de ciertos códigos morales y conductuales promovidos por la autoridad eclesiástica, y cuyas constantes se encuentran primordialmente determinadas por intuiciones, supersticiones y sistemas de creencia que parten del sacrificio como medida esperanzadora de resarcimiento ante el miedo y la culpa.
¿Qué es lo que representa, en última instancia, este tipo de creencias? ¿Se trata únicamente de una tradición que como tal es susceptible de sufrir alteraciones en el tiempo, o representa en sí misma un modelo de reglas morales concebido a perpetuidad? Cuando tomamos en cuenta que el código promueve como virtud la no exigencia de pruebas evidentes que le contradigan, la idea de perpetuidad adquiere mayor peso sobre la simple noción de tradiciones y costumbres. A partir de este punto podemos conducirnos al siguiente cuestionamiento: Si el código moral eclesiástico se autodetermina como perpetuo, ¿entonces por qué motivo necesita de reforzamientos cíclicos en la conciencia de sus practicantes, como ocurre con los días denominados santos?
Para llegar a una posible respuesta parece necesario retomar la premisa inicial de estas líneas: Las leyes del mundo físico fueron y serán las mismas antes y después de la existencia del género humano; no así las leyes morales. De esta sola aseveración podemos derivar una idea más para explicar la no perpetuidad del código moral eclesiástico: ¿Son las leyes morales también una consecuencia de las leyes físicas? Una respuesta saludable en este sentido ha necesariamente de partir de su contexto material, o de lo contrario estaríamos despreciando el origen neuroquímico de los diversos procesos que conforman el pensamiento humano. Es decir que entre las leyes físicas y las morales no existen dos contextos independientes, sino que, así como en términos cronológicos las leyes físicas anteceden a la moral, también ésta última puede resumirse como una consecuencia más de las diversas propiedades físicas, químicas o biológicas de la materia que compone nuestro sistema nervioso, sin dejar de considerar aspectos de orden psicológico que influyen tanto en las necesidades como en las motivaciones individuales para la adopción de códigos morales y conductuales.
En síntesis, la promoción de leyes morales autodenominadas universales, como de hecho reza la propaganda de los días santos, resulta inconsistente a partir de su contexto intuitivo y supersticioso; son nociones contraproducentes en el proceso de construcción de un pensamiento positivo basado en mediciones y evidencias sólidas, en vez de mecanismos inmóviles y de ciega recompensa ante lo desconocido. De este modo, en un modelo de construcción de pensamiento positivo, la evolución de las leyes morales habría de ser proporcional al progreso cognitivo de los procesos biológicos y químicos del pensamiento, además de congruente al proceso de reconocimiento del individuo consigo mismo y ante los demás.
Aceptamos las leyes físicas y naturales como verdaderas porque cumplen a cabalidad con un orden específico, mensurable y probatorio. Otorgar el grado de veracidad a una norma de pensamiento basada unilateralmente en criterios morales, como hace el código eclesiástico, puede conducirnos a una deducción simple y llana: Para aceptar una verdad es preciso comprenderla; para aceptar una mentira basta sólo creer en ella.
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