La llegada de un nuevo año representa el lugar común de la ciclicidad, principio, renovación, punto de partida de las proyecciones ideales del yo, paréntesis introspectivo, libro en blanco entregado a la tinta de la voluntad individual. Paralelo a este tipo de nociones conductuales, el año nuevo enmarca también una loable victoria de la observación y el pensamiento razonado a lo largo de la historia en aras de la medición del tiempo con fines de orden lógico, científico y civil. La evolución en los cálculos sobre la duración del año solar ha sido resultado de un proceso basado en observación astronómica y las evidencias que ésta arroja, a partir de la elegante constante impresa en nuestra bóveda celeste, no obstante la intervención de dictámenes políticos y eclesiásticos ocurridos a lo largo de la historia del mundo antiguo.

Actualmente sabemos con suma precisión que la duración del año solar consta de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45.5 segundos. Los primeros calendarios conocidos, como el calculado por los antiguos babilonios, basado en doce meses de treinta días a partir de los ciclos lunares, requerían de ajustes periódicos para hacerlos coincidir con los movimientos estacionales del sol. Los egipcios perfeccionaron el cálculo agregando cinco días al final del calendario. Griegos y romanos intercalaban meses adicionales a intervalos determinados por el número de días establecidos en sus calendarios y el consecuente desfase estacional. Fue hasta el siglo I a.C. que el astrónomo Sosígenes estableció la duración del año en 365 días, y uno bisiesto de 366 cada cuatro años. En 44 a.C. Julio César instituyó dicho sistema para el impero romano (en su honor nombrado juliano). Su sucesor, Augusto, instauró la duración de cada mes tal como la empleamos en la actualidad.

Los cálculos de Sosígenes fueron los más acertados hasta entonces, aunque inexactos por 11 minutos y catorce segundos, lo cual desfasó el calendario a razón de un día cada 128 años. Hacia 1582 d.C., en pleno apogeo católico europeo, el entonces Papa Gregorio XIII eliminó diez días del calendario, no por razones matemáticas, sino porque las festividades eclesiales tendrían lugar en estaciones distintas de las acordadas en 325 d.C. (durante el Primer Concilio Ecuménico de Nicea). La erradicación de diez días del año 1582 d.C. ubicaría nuevamente el equinoccio de primavera en el 21 de marzo, tal como ocurriera en 325 d.C. Como parte de la reforma, y para prevenir la tasa de desfase del calendario juliano, se determinó como años bisiestos a aquellos cuyas dos últimas cifras fueran divisibles entre cuatro, a menos que su terminación fuera doble cero; en tal caso, el año (de cuatro cifras) debería ser divisible entre 400 para considerársele bisiesto.

Aunque el calendario gregoriano prevalece hasta la actualidad, la regla impuesta por Gregorio XIII es inexacta, en el estricto sentido de que los años múltiplos de 4,000 terminan en triple cero, no doble, de tal modo que a partir del año 4,000 habría un desfase de un día, puesto que, a pesar de calificar como año bisiesto, según la regla gregoriana no puede serlo.

Aún queda un largo trecho para que la humanidad llegue a tal disyuntiva. Sin embargo no es en vano considerar el hipotético caso de que un nuevo desfase en el calendario ocurriera en nuestro tiempo. ¿Veríamos una nueva reforma o un nuevo calendario ajustado a mediciones modernas? ¿Imperaría la tradición eclesiástica o el conocimiento astronómico alcanzado hasta hoy?

El calendario gregoriano bien se le puede considerar como calendario cristiano, del mismo modo que existe un calendario judío y otro islámico. En el calendario judío se contempla la creación del mundo en lo que ahora conocemos como la edad de bronce. El calendario islámico está basado en fases lunares y dura 355 días, a excepción de 11 años bisiestos comprendidos en periodos de 30 años, que duran 354 días. Por razones administrativas el calendario gregoriano es el de mayor difusión a nivel mundial. No obstante, existen calendarios alternativos diseñados en función de mediciones modernas, ajustados para obtener meses de la misma duración, así como fechas en constante sincronía con los días de la semana. Sin embargo parece lejana, por no decir imposible, la posibilidad de que el mundo adopte, al menos en el corto plazo, un nuevo y mejor esquema de medición del año solar. Milenios de observación astronómica nos han brindado grados de certeza incuestionable. En la búsqueda de la más precisa exactitud, una tradición de apenas unos siglos continúa siendo capaz de eclipsar lo categórico.
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