CENIZAS DE DIOS...Adrián Franco


CENIZAS DE DIOS

Cuántos símbolos alrededor murmuran hoy tu nombre como oráculos perpetuos, sin turno ni pesquisa, signos venerantes de una ofrenda a lo perdido, tan plena de agonía como el ánimo inherente a mi voz que te recuerda. Alzo sin más la cara al cielo. Busco internarme en la sustancia de tu peso insoportable que aún me oprime, me absorbe, me acalla, me arrebata, y me posterna ante el altar donde tú me consolaste con la sórdida promesa de que un día, nuevamente, volveríamos a encontrarnos en un vago devenir.

Amé y te amé. Te amé como se le ama a la madre ensangrentada y más aún: tomé el obsequio de existir desde la cuna de tus manos como rayos de luz deslizándose en mi piel, recorriendo mis cabellos, besándome en la frente, hasta que el vino dulce de tu amor ahogó la vid de mis pasiones al disolverse mi alma entera en los jardines de tu cielo.

Quisiera revivir aquel místico recuerdo, pero se ha extinguido ya, nada subsiste, es tierra yerma, pues como el cuerpo de un cordero arrebatado por la muerte, hoy yaces, entre llagas, bajo la sombra del sepulcro donde yacen las promesas que infundían de tu confianza a mis horas descontentas.

Caí desde la cima más alta de tu estrado, me liberé y busqué placeres más allá de nuestra alianza, a través de la noche vestida de secretos reflejados en el mundo desde el fondo de mi ser. Y allí, dentro de mí, como un murmullo de hojas al soplo póstumo de la consagración, hallé por vez primera el polvo mundano de un dios sin dios, que sin vanos remordimientos desató sus tempestades en mi alma, mi sangre, mis fuerzas y tristezas, dios que gritaste en mi boca tu nombre: el mío, y con el eco de esa voz las cenizas del error volaron al atardecer de nuestro mutuo entendimiento.

Pero aquel eco amainó, y poco antes de apagarse por completo volvió a mí y en mis manos acunadas le sostuve tiernamente, sintiéndole expirar en los umbrales del silencio.

¿Has muerto? ¿Huiste? ¡Vuelve a mí que soy la tierra que germine tu simiente! ¿Por qué callas y te escondes? ¿Cómo he de amarte todavía, mi dios desconocido?

Vienes de pronto a media noche, en el sordo fragor de un despertar alado, cuando los ojos desconfiados y la mente estremecida por la angustia que me inspira tu entrañable indecisión, crecen sobre mí como las llamas de tu juicio extendidas hasta el fondo más recóndito del alma. Pero es sólo una ilusión que adormece la memoria, pues cuando el cuerpo se despierta con las manos acunadas y un antiguo deseo florece pasa asirla, en el vacío de la noche se conjura una plegaria:

Duerme ya, nostalgia mía.
Anda y sueña tus tristezas.
Duerme entera entre los vados
bajo el ocre de estos días
impregnados de su ausencia,
liberados de su gracia.

La arcaica fe palpita apenas, y diáfana, la vida eterna anticipada penetra igual mis venas que el follaje rústico de lo desconocido, el porvenir abre los ojos al desfiladero atroz de lo evidente, punza una incisión en el brumoso telar de mis párpados y vierte, impávido, la fuente bautismal que purifica la ignorancia con un bálsamo secular, físico, indolente. Me derramo en un vuelco natural hacia la libertad, y al final de la caída, cenizas de dios llueven sobre la calma.

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